jueves, 25 de mayo de 2017

El chaval que quería poner una bomba en una discoteca

Hace muchos, muchos años, vivía un chaval que quería poner una bomba en una discoteca.
El chaval no era especialmente religioso. Tampoco era pobre, ni mucho menos. Lejos de ser un analfabeto, era un chico bien leído, con estudios. Tampoco era especialmente violento, ni en el trato personal, ni en sus acciones diarias, aunque sin duda, fantaseaba mucho con la violencia. Sobre todo, con la violencia ejercida hacia lo que él consideraba que estaba mal en el mundo.

Las discotecas.


O los conciertos



Sobre todo, fantaseaba con hacer volar una discoteca. Con poner una carga de C4, dinamita, trilita, o lo que fuera, y hacerla detonar. Reventar a todos esos otros jóvenes, esos cuerpos sudorosos, sonrientes, jóvenes, borrachos, burlones, estúpidos, blandengues, caterva de putos imbéciles desgraciados hijos de la gran puta, ellos, sus ropas ridículas a la moda, su música de mierda, su despreocupación frente a los males que asolaban el mundo, su cortoplacismo, su estupidez intelectual, su falta de compromiso, su arrogancia. Su decadencia.

Ese chico no había tenido ninguna ideología hasta hace dos días, cuando empezó a pensar por si mismo y leer. Aunque había rezado e ido al templo y el mismo se consideraba creyente, lo cierto es que nunca le había interesado la teología lo más mínimo, ni tampoco quería dedicarse al sacerdocio ni a la guía espiritual. Jamás había abierto su libro sagrado. Jamás se había preocupado mucho por lo que pudiera esperarle en la otra vida.

La narrativa del fanatismo religioso no se ajustaba a él.

Ese chico nunca había sufrido la pobreza ni la privación. Su infancia había sido feliz, serena. No era rico ni mucho menos. Su paga semanal era decididamente inferior a la de muchos de sus compañeros de clase, pero siempre había tenido comida caliente en su plato y regalos en su cumpleaños, y él mismo era consciente de que eso le hacía afortunado. Cójanse todas las campanas de gauss, y este chico estaría en el centro justo de la misma.

La narrativa de la pobreza no se ajustaba a él.

El chico finalmente decidió no poner ninguna bomba, aunque más que "decidió", la palabra a usar sería "no se dió el caso". Fue enteramente circunstancial. Quizás, sólo quizás, si hubiera conocido a alguien por Internet que le hubiera dado los recursos, o se hubiera juntado con más gente como él... ¿Quién sabe? A lo mejor no hubiera llegado a crecer, ni estaría ahora aquí con ustedes escribiendo este mismo artículo.

Por eso, cuando me enteré de que habían colocado una bomba en un concierto de Ariadna Grande, ese chico, muerto y enterrado bajo mi actual "yo" de edad madura, entendió a la perfección el objetivo del terrorista (algo todavía "mejor" que una discoteca), su edad (post adolescente, edad de jodienda infinita) y su sexo (varón, no cabía otra).

Sin embargo, el mayor momento de revelación lllegó mucho antes. Llegó hace meses. Y su signo de revelación no fue un sesudo análisis escrito en Le Monde, si no que fue un cómic. Este cómic, más concretamente:



Porque la pregunta no es si un chico encaja o deja de encargar en un perfil que confirme una teoría académica. Déjense de frías estadísticas ¿Qué impulsa a que alguien decida masacrar a adolescentes pasándoselo bien? ¿Qué siente, o deja de sentir?

Disonancia cognitiva.

Esa es la respuesta. Pero me estoy adelantando, así que volvamos al cómic en cuestión.

Miss Marvel es un gran cómic. Entre otras cosas, porque como buena historias de superhéroes que se precie, no se centran en el héroe, si no en el humano que hay detrás de la capa. En este caso, humana: Kamala Khan, inmigrante musulmana paquistaní de segunda generación.

El chico que quería poner una bomba en una discoteca empatizó mucho con ella y entendió de inmediato su situación, a pesar de que el chico no era musulmán, ni mujer ni paquistaní.

¿Qué era pues, ese nexo en común entre Kamala Khan y el chico que quería poner una bomba en la discoteca? ¿Por qué Kamala Khan acaba rescatando gatitos de los árboles junto con los Avengers, mientras que el chico que quería volar una discoteca estuvo a un pelo de cometer un crimen horrendo y convertirse en un villano de manual? Bueno, porque ambos perfiles son bastante intercambiables, aunque a los sesudos y demasiado fríos analistas políticos no se lo parezca.

Pues resulta que hay una incógnita bastante gorda por despejar en todo esto del terrorismo. Y es que al parecer, los inmigrantes, lejos de ser propensos a la delincuencia, estadísticamente hablando es menos probable que cometan delitos que los habitantes autóctonos del país receptor, y su participación en el yihadismo es prácticamente nula. Son gente que al fin y al cabo, dejan atrás sus hogares para trabajar en otro país. No tienen tiempo ni ganas para delinquir, y además, uno puede dedicarse a ser un delincuente en tu casa tranquilamente, mientras que si emigras es porque has oído que en Alemania necesitan electricistas. Hasta ahí, todo bien. Los inmigrantes no suelen estar interesados en el terrorismo, salvo que lo estuvieran ya de antemano (léase, que los envíe una organización terrorista ex profeso desde otro país). En principio, no se nada ven atraídos por este.

Pero sus hijos sí.

Todos sabéis cuál va a ser la respuesta de los padres
Es decir, la mayor parte de los yihadistas europeos no son inmigrantes, si no hijos de los mismos. Inmigrantes de segunda generación, que les dicen, como Kamala Khan. ¿Por qué a sus padres no les interesa el terrorismo, pero a los hijos sí? Tiene que ver con el nexo común entre Kamala Khan y el chico que quería volar una discoteca. Pues Miss Marvel muestra y narra un aspecto de la cultura propia de esos inmigrantes de segunda generación que rara vez es reflejada o analizada. La vida doméstica de los adolescentes hijos de emigrados, que no tiene NADA que ver con el día a día de un adulto emigrante. Y todo que ver con cómo te tratan tus padres.

Pues resulta, que al chico que quería volar una discoteca, lejos de haber sido indoctrinado en ninguna ideología fanática, había sido educado por unos padres que, con las mejores intenciones, querían que su chico fuera ante todo, un buen chico. Que no fumara ni se emborrachara, que fuera obediente en extremo, que todo lo hiciera bien, que no causara incomodidad ni molestia a nadie, que no se metiera en líos, que siempre estuviera supervisado, no fuera a armarla, que fuera modesto, educado, atento. Para conseguir tal efecto, se le imbuyeron una serie de creencias, comunes a todo buen chico cristiano, musulmán, judío o lo que fuera. Que la obediencia trae siempre recompensa y la desobediencia, castigo, que al final uno resulta más atractivo como novio si uno resulta atractivo como yerno, que el exhibirse es propio de gente vacua, que dedicarse a la fiesta y el exceso es lamentable, no admirable, que uno debe de hacer lo correcto siempre y seguir las reglas porque eso es lo que hace de tí una persona de valía.

Y todo eso funcionó muy bien... durante la infancia. Sin embargo, el niño creció y pasó a ser un chico y se vió trasplantado a una cultura decadente y odiosa donde las haya: La cultura de los adolescentes occidentales.

Donde el que desobedece es recompensado, donde la ebriedad es celebrada, donde exhibirse es mandatorio, donde hacer lo correcto y seguir las reglas es motivo de escarnio, donde a ninguna mujer le importa lo más mínimo lo buen yerno que seas, donde a nadie le importa tres cojones lo buen chico que seas,y que de hecho, a más malote, mejor.

Donde se demuestra, en definitiva, que todos esos valores paternos del buenchiquismo son un montón de mierda infecta que a nadie le importa y que por tanto, nadie valora. Ni te valora, obviamente.

El chico, que era un chico normal, empezó a pasarlo fatal. Pero su fracaso social no era nada comparable con la brutal disonancia cognitiva. Con esa horrible, horrible sensación de que sólo cabían dos opciones: O bien toda su vida era una mentira, y él era un ser grotesco, o bien era el mundo el que estaba equivocado y se había transformado en una suerte de paisaje deforme. El sentimiento de humillación constante debía de tener una respuesta, no podía ser ignorado por mucho más tiempo.

El chaval decidió que era, sin duda lo segundo. El chaval se convirtió en un chaval obsesionado con perpetrar una carnicería en una discoteca, porque esa era la única forma de acabar con la disonancia cognitiva y hacer que el mundo tuviera sentido. Si esos imbéciles drogatas recibían su merecido y reventaban en una nube de vísceras y cubatas, entonces sí que habría castigo por desobedecer, por emborracharse, por drogarse, por ser un malote y un macarra imbécil. Todo encajaría por fin. El chico podría entonces seguir defendiendo muy en alto y muy orgulloso el ideal de buen hijo inculcado por sus padres, en vez de avergonzarse de sí mismo. Pues se habría demostrado de una vez por todas, cómo funcionaba el mundo.

Y ahora añadan a eso una estructura de familiar de clan mucho más cerrada que la occidental. Un control paterno mucho más axfisiante. Añádenle la prohibición de tomar alcohol y jamón. Añádenle un mensaje sobre cómo ser pío es algo admirable. Añáden una cultura de la modestia y más represión sexual.

Y tendrán la mejor fábrica de chicos con ganas de volar discotecas jamás creada.

¿Qué haces molando? ¿Es que acaso no sabes que está prohíbido molar para que no nos sintamos mal?

Por eso el chico que quería volar una discoteca simpatiza con Kamala Khan y su axfisia paterna.

Por eso hay fundamentalistas cristianos poniendo bombas en Estados Unidos.

Por eso quienes suelen iniciar tiroteos en escuelas suelen ser chavales introvertidos de padres estrictos.

Por eso es necesario enseñar a nuestros hijos a celebrar la música, la fiesta, el vino y las mujeres.

Por eso lo último que necesita el chico que vuela una discoteca es oír que tiene razón, que está especialmente oprimido, que es el mundo el que está enfermo, cuando en realidad lo que necesita es  que le inviten a una cerveza y que sus padres le dejen en paz durante diez putos minutos. Sobre todo eso último.

Por eso el yihadismo es un problema intratable, complejo, y que se escapa al análisis de los expertos, pues nace de una faceta íntima e ignorada de las personas (ese choque social en la adolescencia - post adolescencia, la crianza de padres a hijos) en vez de seguir unos vectores estadísticos claros de filiación religiosa y status socioeconómico.

Por eso aceptar que la gente críe a sus hijos para una sociedad conservadora en el seno de una sociedad hedonista y abierta (no todo el mundo puede hacer como los amish o los mormones y construír su mini pueblo cerrado), es poco menos que invitar a la catástrofe.

Por eso no creo que trasplantar a inmigrantes de países mayoritariamente conservadores sea una buena idea, ya puede decir la corrección política misa.

Porque el mundo de discotecas dinamitadas con el que ese chico soñaba era, francamente, una mierda horrible.

Porque créanme, lo entiendo. Y por eso mismo no podemos permitir que ganen.

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